Esta semana se han cumplido 35 años de la Revolución Islámica en Irán, una fecha que ha pasado de largo para muchos pero que indudablemente supone un antes y un después en la siempre compleja historia del Medio Oriente. El 12 de febrero de 1979 el ayatolá asumió el poder, tras las revueltas que propiciaron la huida del Sha de Persia, estableciendo el primer estado islámico contemporáneo.
A pesar de que para muchos 35 años sean toda una vida, para la historia no son nada. Y menos en Irán, un estado que siempre parece al punto máximo de ebullición y que el día menos pensado terminará por explotar. Al menos eso es lo que se saca de las imágenes de las celebraciones por el aniversario de la Revolución, mostradas por los medios de comunicación de todo el mundo, y en las que se aprecian una ciudadanía que todavía disculpa a sus gobernantes y acusa a EEUU e Israel de todos sus problemas.
De ser así, craso error por parte de la población iraní, que debería comenzar a entender que la inmensa mayoría de los problemas que sufren son provocados por su propio Gobierno. El mismo que desde hace 35 años juega con las ilusiones de un país empobrecido, al borde de la quiebra técnica y visto por el resto del mundo como un actor peligroso al que se debería atar en corto. Sin embargo, no es de recibo pedir explicaciones a un país maniatado, amenazado con la muerte –por cierto, imposible no acordarse estos días de la muerte del poeta opositor Hashem Shaabani -, y que lo único que intenta en estos momentos es poder sobrevivir.
De este modo, sólo cabe preguntarnos si hay algo que celebrar, a excepción de la mera existencia, claro está. Por eso desde Occidente sólo podemos hablar de celebración amarga. Debemos celebrar que la vida sigue pero no podemos olvidar que los hermanos iraníes siguen pereciendo bajo el régimen de los ayatolás. Sin libertad de expresión, limitados de recursos y buscando salidas a unas vidas que, digámoslo de una vez, llevan ya demasiado tiempo en las cavernas de esta dictadura militar y religiosa.
Mientras tanto, desear que la historia no se repita y que los aires de cambio lleguen verdaderamente a Irán. No con campañas de marketing y buenas maneras, sino con hechos y acciones. Rohaní debe bajarse de su pedestal de oro y comprometerse con la comunidad internacional de una vez por todas. Sus constantes salidas de tono lo único que consiguen es generar mayor incertidumbre, tal y como se ha podido comprobar esta misma semana, después de que el régimen de los ayatolás decidiese probar dos misiles de largo alcance.
No es tiempo de bromas, ni tampoco de grandes algarabías. Con cuestiones como esta última, sólo se me ocurre lanzar una felicitación con un regusto bien amargo.
Leah Soibel, directora y fundadora de Fuente Latina para Diario Las Américas